Cuando el otro se convierte en mi enemigo
Hace unas semanas el mayor espectáculo deportivo de la Argentina, clásico futbolero de mayor trascendencia por estos lares de Sudamérica, terminó abruptamente y de modo vergonzoso, debido a las serias agresiones que sufrieran jugadores de River dentro del estadio de Boca Juniors. Para muchos “el fútbol murió” esa bochornosa noche de mayo. Para otros fue el punto de inflexión para un cambio rotundo. Para algunos no fue más que el fiel reflejo de la sociedad en que vivimos.
La cultura en la que nos movemos, indefectiblemente nos atraviesa. Somos en gran medida seres sociales y en tanto tales, nos vemos afectados por los eventos que nos suceden. Y hago énfasis en ese plural que no es precisamente mayestático. No vivimos (a Dios gracias) aislados del mundo ni de las cosas que suceden en él. Y a pesar de que muchas veces como cristianos nos hemos querido aislar en una suerte de sacra burbuja impoluta, todavía hay quienes pensamos que lo que sucede a nuestro alrededor, nos sucede también, en cierto modo, a nosotros.
Los eventos vergonzosos (tristes, indignantes, deleznables y quién sabe cuánta categorización más) que se dieron semanas atrás en el mencionado partido de fútbol, no dejan de ser una huella ostensiblemente clara de algo que abreva en otros ríos, otros lagos y otros océanos. Bien digo océanos. Porque está en la profundidad del mensaje y no solo en los infradotados agresores, donde se lee la burlona carota de la posmodernidad. En algún momento de nuestras existencias algo se murió. Y no fue el fútbol. O no fue solamente el fútbol. Fue o fueron cosas mucho más trascendentales. Cosas que si bien, heridas, aún sobrevivían bajo el arcaico mote de “valores”. Pavada de palabra. Pero eso novedoso y bonito que en el siglo XX se llamó globalización y que se transformó pronto en el nuevo amanecer de la posmodernidad, hizo un admirable enroque de torre por rey y entonces el reino del revés.
Valores. Temo que me acusen de retrógrado. Reino del revés. Con la muerte de los grandes relatos y el fin del mito, la humanidad empezó a caminar sobre un techo de vidrio. Ya no importó entonces eso que se cultivaba como valor. Porque ahora todo valía, porque ahora todo era relativo. Una cultura se conoce por sus mitos, por lo que cree, por lo que valora. El modelo posmoderno se llama “yo” y en tanto anulación de un nosotros, no comporta otra cosa que negación del otro y el disvalor (no valor) que se desprende de ese ego-centrismo: egoísmo, falta de solidaridad, competencia leal o desleal (¿qué importa?) porque el único fin deseable es el triunfo, indolencia, engaño, picardía criolla, irrespetuosidad, intolerancia: cuando el otro se convierte en mi enemigo.
Una competencia deportiva, hecho cargado de una multiplicidad de valores altamente positivos, ha pasado a ser una guerra en la que todo vale. Eso es un mensaje.
La TV basura que centuplica modelos basados en el escándalo, la denigración del otro, la obsecuencia, la gloria obnubilante de la fama, el poder y la riqueza. La “belleza” canonizada por quirófanos y siliconas, la estupidez y la ignorancia como modo de vida, el festejo por lo chabacano y los cuarenta puntos de rating: el ganar como sea, el triunfar a toda costa, el llegar a cima porque eso es lo importante. Y Mamón que se regocija en su crapulecia como un famoso personaje de ficción. ¿Qué esperamos de un barra en una cancha que grita alunísono (y en términos un poco más furibundos que los transcriptos aquí) que “si nos ganan de acá no se va nadie”? ¿Por qué ilusamente esperé sentado frente a la tele que unos jugadores de fútbol se solidarizaran con otros jugadores de fútbol que habían sufrido una cobarde agresión? Quizá porque todavía me asombro al ver cómo los modelos que se han construido en este triste tiempo posmoderno distan tanto de contener aquellos valores que alguna vez fueron fundamentos de sociedades. O quizá (y probablemente esto sea lo más acertado) porque yo en tanto sujeto social, no escapo a estas dinámicas, y desde mi pequeño escenario cotidiano, tampoco esté siendo un ejemplo de valores a quienes me rodean.
Sí. Probablemente no vaya a tirar gas pimienta por una manga inflable en un estadio de fútbol. Ni arroje cobardemente botellas a jugadores para impedirle salir de una cancha. Pero con más seguridad que probabilidad, esta concepción de disvalor me atraviese en alguna medida. El gran escritor Eduardo Galeano escribe “El prójimo no es tu hermano, ni tu amante. El prójimo es un competidor, un enemigo, un obstáculo a saltar o una cosa para usar. El sistema, que no da de comer, tampoco da de amar: a muchos condena al hambre de pan y a muchos más condena al hambre de abrazos”.
Dos mil años después, la pregunta que le hace ese doctor de la Ley a Jesús “¿quién es mi prójimo?” nos sacude inevitablemente, porque imbuidos en una paradigma que nos atraviesa, hemos invisibilizado a ese prójimo para poner los ojos en nosotros mismos. En cierto modo, no estamos tan lejos de creernos eso de que “el otro es mi enemigo”, o de olvidarnos quién es nuestro prójimo. El fin último de nuestra existencia está signado no a nuestros deseos, nuestras metas o nuestros logros, sino a lo que Dios determinó como propósito para nuestras vidas. Y esa premisa que parece tan básica y evidente, no se plasma en el modo que tiene la iglesia de Cristo de moverse en este mundo de hoy. Y como decía un viejo comediante “el movimiento se demuestra andando”.
Con razón Pablo decía que la cruz era una locura y un escándalo. Porque trastocaba, revertía todo un modo de concebir el mundo y de vivir la vida. Es la solidaridad el sentido más profundo de la cruz. Y en ese hecho una imagen que es mensaje: andar como Él anduvo.
Claro que Jesús mostró en su vida otras caras y otras facetas. Y la elección de esas facetas dice más de nosotros que de Jesús. ¿Cuál es la imagen que tenemos nosotros de Cristo? ¿Qué hecho, circunstancia, cara, faceta del Maestro nos interpela como ejemplificador y como modelo a seguir? ¿El rabino sabio que enseñaba con autoridad? ¿El Cristo mítico que se sienta a la diestra del Padre? ¿El Señor terapeuta que viajaba de aldea en aldea sanando gente? ¿El rey poderoso dueño del oro y de la plata y ostentador de realeza y majestad? ¿El niño indefenso y tierno que reposa en el pesebre de Belén? ¿El azote de cambistas y mercaderes del templo, justiciero a zurriagazos de simoníacos y opresores del pueblo inocente? ¿El Dios hecho carne que sufre en la cruz y que nos mueve al llanto y a la abnegación? ¿El Mesías restaurador de la paz, el bienestar y la igualdad en la Tierra? ¿El angustiado que llora en Getsemaní? ¿El admirable predicador de multitudes en el monte de las bienaventuranzas? ¿El hacedor de milagros, señales y prodigios? ¿Cuál?
Es la solidaridad el sentido más profundo de la cruz y es Jesús mucho más que la suma de sus facetas. No obstante como expresó alguna vez el teólogo Gabriel Jarab “nuestra adhesión a una u otra faceta dice más de nosotros que de Él mismo. Reflejos y proyecciones de nuestra personalidad fragmentada en espera de una verdadera realización personal y transpersonal. ¿Qué modelo seguimos hoy cada día, cuando nos levantamos?
Yo miro a Jesús y no me adhiero a ninguna de esas fascinantes imágenes que llenan de vértigo la imaginación e impulsan el hambre de eternidad a una huída hacia adelante. Me parece más prudente acercarse al Maestro intentando tocar levemente su túnica sin atreverse a agarrarle compulsivamente. Y me doy cuenta de que la espiritualidad de Jesús no se halla en ninguno de esos momentos cumbre que el relato evangélico nos muestra como enmarcados cual dioramas apoteósicos.
La espiritualidad de Jesús es la espiritualidad de la calle. Aunque asistía a la sinagoga, Jesús cumplía su ministerio en las calles, allí donde se encontraban los maltratados por la vida, las víctimas de la injusticia, del rechazo, de la opresión; allí donde se cruzaban los desheredados de una sociedad atenazada por las ansias de liberación nacional, la opresión colonial, las estructuras político-religiosas obsoletas; allí donde los tullidos y enfermos mostraban sus chacras, donde caminaban los indefensos y todos aquellos que habían sido arrojados a los márgenes de la vida. El arrabal de la ciudad global de su tiempo, los suburbios de la urbe que se quiso centro del universo.
La espiritualidad de Jesús me llama a caminar junto a él, a caminar como él y a ver lo que él veía. A través de sus ojos, con sus ojos: los ojos del amor y la compasión infinitos, en la confianza de que Dios nos ama.
Lucas Insaurralde