Cristo ¿la solución a todos mis problemas?
La inundación. Una gran tragedia que movilizó a cientos de personas a ayudar a los damnificados. El pasamanos de colchones y bolsas de supermercado. Una fila india que serpenteaba bajo el cielo argento. En uno de los colegios habíamos juntado mantas y pañales que bajábamos de un camión prestado por la municipalidad. En medio de la marea había alguien que repartía panfletos. Lo miré y me estiró la mano sacudiendo el volante. “Cristo es la solución a todos tus problemas” decía. El gesto, por demás admirable, armonizó el momento de cierta plenitud mística. Pero pasado el momento y con menos euforia altruista, la osada declaración de fe que rezaba el panfleto me interpeló a mí mismo.
Quizás sea una herencia del calvinismo que sobrevive aún en los sustratos del pentecostalismo estadounidense que recibimos en el siglo XX. Quizás sea el germen de ciertas filosofías positivistas, o el sesgo de ciertos conceptos del protestantismo sobre el progreso y el bienestar. Quizás (lo más probable) sea un concepto fijado en mí, mal aprendido, mal aplicado. Lo cierto es que no puedo desglosar con serenidad desde cuándo o desde dónde llegó a mí la insustancial idea de que “un cristiano no puede estar triste”. Es verdad que un coro muy viejo asegura que no. ¿Pero se referirá a que uno no puede estar nunca triste? ¿querrá decir que si lo estoy no puedo considerarme cristiano? ¿o no un cristiano de elite sino más bien un cristiano frustrado, uno del subdesarrollo?
En algún momento la gran burbuja utópica se nos estalla. Tal vez no sea una crisis espiritual o la sensación de estafa que uno siente cuando descubre que compró algo distinto a lo que le vendieron. No. Probablemente sea el reconocimiento abrupto y sincero de uno mismo. Y en ese reconocimiento, la abnegada necesidad de creer, pero de creer en serio.
Yo había llegado a Cristo buscando lo que deseaba. Un Cristo terapéutico. Un Cristo benefactor. Un Señor de O.N.G. Un Dios que me premiara con sus favores siempre que me portara bien. Y eso indudablemente me hacía mejor. Más y mejor que otros. Más adusto. Más pulcro. Más ilustre. En ese universo en el que solo cabía Dios y yo, todas las utopías eran posibles, inclusive la de no estar triste nunca.
En ese devenir positivista, se procesa la vida con algo muy parecido al pensamiento mágico del hombre primitivo. Hay una idea de instantaneidad en ese acto sublime de seguir a Cristo, y (como el hombre primitivo), uno cree posible la idea de que ya todo está hecho. Con esa premisa fijada a fuerza de imaginario colectivo y autosugestión limitante, no se puede aceptar el sufrimiento, ni el dolor, ni el problema. Si Cristo es la solución a todos mis problemas y si, dadas mis circunstancias yo los sigo teniendo, quiere decir que Cristo no está en mí. O lo que es peor, no me ayuda. O lo que es aún peor, no existe.
Los absurdos ritos de un dios que cumple mis caprichos a cambio de una ofrenda, no se alejan tanto de la concepción del Cristo terapéutico. Pero la contra más grande que esto tiene es que tarde o temprano la buena racha se acaba. A toda mañana le llega la tarde. A toda tarde le llega su noche. El aislamiento gregario, la reclusión religiosa, no garantizan la felicidad permanente. Es más, estoy seguro de que eso no existe. Los ideales utópicos de un ser superior que nos hace bien a cambio de un rezo, o de una vela encendida, o de una observancia religiosa, no es más que la materialización psíquica de un anhelo humano, una reiteración monótona y típica del hombre a lo largo de su historia.
Y cuando la estructura se me empieza a caer a pedazos, mi primer y gran reclamo es a ese Dios que no cumplió con el contrato. Esto no es lo que me vendieron. Pero la fijación social llega a tal modo que no es sano mostrarme ante todos como un ser sufriente, problematizado por tal o cual situación, triste por la desesperanza de este transe de mi vida. Yo no puedo, no debo estar triste. Reconocerlo sería reconocer mucho más. Para mí o para los demás. Para los demás sobre todo. Reconocerlo sería colgarme un cartel que dijera “yo soy peor que ustedes, estoy triste”. Y la sanción social, la exclusión virtual en la banca de los sufrientes, nadie la quiere. Porque eso significaría que no estoy a la altura, que he caído, que no tengo a Cristo.
Y si debo inventarme una cara que no exprese mi tristeza ¿cómo me ayudará mi hermano? Si yo mismo limito mi dolor a una sola ecuación posible: un cristiano maduro no sufre, ¿cómo podré venir a Dios y preguntarle qué quiere de mí?
Yo siempre lo supe todo. Hasta supe más que Dios. Por dónde ir. Qué decir. La vida era sencilla y cómoda. Dios suplía mis grandes incomodidades. Pero es en momentos de tristeza, de dolor, cuando me desarmo de mí mismo y puedo escuchar la voz que susurra en mi oído. No la escucho antes, eso no quiere decir que no esté. Mi arrogancia grita fuerte. Mi todolopuedo vocifera con prestancia. Y mi Cristo terapéutico es una construcción de mí mismo. No es Cristo, sino lo que yo quiero de Cristo. Y la fórmula se expresa precisamente al revés: la vida es lo que Cristo quiere de mí.
Cristo no me ha solucionado todos mis problemas. Y no sé si eso me hace un cristiano menos maduro. Si sé que me hace un cristiano. Uno incapaz. Defectuoso. Errático. Pero uno que ya no cree en el dios mágico que otorga deseos, una estatua panzona que reclama frotes a cambio de bendiciones, uno que solo arregla problemas.
Es en los momentos de crisis cuando aprendo. Es detrás de ese abismo llamado duda racional cuando tengo que saltar con las zancas de la fe. Y en el desesperante salto no puedo resistir a mi humanidad que sufre y se duele y llora y siente que se rompe la cabeza contra el suelo. Pero detrás de ese salto está Dios. Y siempre te atrapa.
Yo estoy sufriendo. Ahora. Hoy. Y no me averguenza contarlo. Porque ya no creo en Cristo terapéutico. Y sobre todo, porque ya no estoy parado frente al abismo esperando la ayuda mágica del hombre primitivo. No. Estoy saltando. Vértigo. Susto. Dolor. Sí. Pero saltando y algo me dice que detrás del salto me espera Dios. Otra vez. Siempre.
Lucas Insaurralde