¿Buenos Aires una ciudad que enferma?
Autopistas colapsadas. Frenadas. Luces. Bocinazos. El marcado ritmo de la ciudad se mimetiza con las caras de preocupación. Gira la rueda tan rápido y la corremos de atrás desesperados. Impuestos. Trabajo. Hijos. Casa. No hay tiempo para el descanso pleno. Más del 40% de la población sufre o sufrió enfermedades psicosomáticas como el insomnio, stress, ataques de pánico, depresión. ¿Habrá tiempo para el deleite?
Colgado. Casi como una media res en el frigorífico. Colgado. Con la derecha me tomaba fuerte del pasamanos y con la izquierda sostenía la mochila en el suelo. Llevarla en la espalda cuando el colectivo va tan lleno es peligroso: una mano puede querer llevarse lo que no es suyo. Colgado. El codo de la chica de anteojos a un lado. El antebrazo del hombre de gabardina al otro. Experimentar lo que experimenta una sardina no es nada lindo. Mucho menos si son las siete de la mañana, se va a trabajar y se siente el vientito de la ventanilla rota del sesenta golpeándole de lleno en la cara que ya perdió la sensibilidad por el frío extremo.
Noté que no era el único que estaba molesto. Una recorrida rápida por los rostros que me rodeaban me daba la pauta de que lo menos que sentían era enojo. Las había extremadamente angustiadas. Preocupadas. Con el infaltable entrecejo fruncido. Resignadas: hay que ir a trabajar. Cansadas. Pensantes. Nerviosas. Tristes. Hasta donde pude mirar (sin hacer sentir incómodo a los pasajeros) no había ninguno que sonriera. No había nadie que expresara dicha. Ninguno parecía contento esa mañana. “Pobre gente” pensé. Mírenles esas caras. ¿No tendrán siquiera un motivo para sentirse bien? Fue entonces cuando el pedacito de ventanilla sana que quedaba frente a mí reflejó una cara tan preocupada, enojada, resignada y cansada como las otras: la mía.
¿Por qué tengo esa cara? Me pregunté. Y para hacer honor a la verdad, había causas razonables para que tuviera esa cara. Es más, cuanto más analizaba mi situación esa mañana más problemas me cargaba encima y más se deformaba mi rostro en el vidrio de la ventanilla. El concepto de mimetización social se cumplía acabadamente en mí y ahí avanzaba el sesenta, repleto de pasajeros con las caripelas por el suelo.
¿Habrá tiempo para el deleite? fue mi pregunta. Si hubiera dado un paso atrás, así como el pintor se aleja un poco del cuadro para tener una perspectiva diferente, quizás podría haber visto un poco mejor. En principio era un nuevo día que comenzaba. Estaba respirando. Dios me había regalado una vez más el don de la vida. Sus misericordias se renovaban. Pero todavía había más. Más allá de la dichosa ventilla rota, había un cielo que iba del azul en lo alto hasta el celeste tirando a púrpura en el horizonte. Comenzaba a amanecer. Algún pájaro habrá rayado el cielo. El gorrión habrá cantado las maravillas de su Creador. Una gota de rocío se ondulaba agrandándose en el vidrio y caía serpenteando hasta el ángulo inferior del ventanal donde estaban los asientos. Era un día precioso y no lo estaba disfrutando. ¿Por qué no era capaz de ver más allá de lo inmediato? ¿qué cosa tan grave no me dejaba ver lo que el Señor sí quería que yo viera?
Dios me estaba hablando por medio de su creación y yo sólo podía ver los problemas de mi cotidianeidad. Las obligaciones pendientes, los trabajos retrasados, el fastidio de un viaje incómodo podían más que un nuevo día con Jesús. Si soy capaz de cantar que “cada día con Cristo más dulce es que el anterior” debería ser capaz también de llevar a cabo como praxis dicha afirmación tan pintoresca. Entonces de aquel metódico viaje en colectivo surgió una pregunta que cayó de madura: ¿Estoy disfrutando mi vida como cristiano?
Creo que aquí radica el punto importante. Muchas veces hemos pensado que la vida del cristiano debe ser sufrida, dura, triste, difícil. Que no hay lugar para el placer. Que no existe tiempo para el goce. Que no se nos permite el deleite. Y muchas veces eso es lo que se ha enseñado. Un buen cristiano no se divierte. Un buen cristiano no se ríe. Y si se ríe no hecha carcajadas, lo hace mesuradamente. Un buen cristiano es serio. Se peina con la raya al medio. Se sienta derecho.
Pero si hay algo que Dios quiere de nosotros es que disfrutemos la vida que nos dio a vivir. Jesús mismo dijo que el ladrón no viene sino a matar, hurtar y destruir; pero Él vino para que tengamos vida y vida en abundancia. Una vida abundante, una vida plena, una vida que debemos disfrutar junto a Él. Y esto va mucho más allá de las “razonables causas” para tener la cara larga, porque no quiere decir que no tendremos nunca más problemas, ni desbarajustes económicos, ni dificultades personales, ni ningún tipo de enfermedad. Pero todo esto está por debajo, es trascendido, es superado por la vida abundante que Dios nos promete. Es dar unos pasos atrás y mirar el cuadro desde otra perspectiva, desde un ángulo que contempla la eternidad.
“Deléitate así mismo en el Señor” ¿Realmente encontramos placer en nuestra relación con Dios? ¿sinceramente disfrutamos plenamente nuestra vida con Cristo? Si su Palabra nos manda a deleitarnos en Él, ese deleite tiene que ser posible o entonces la Biblia está llena de lindos deseos pero empíricamente irrealizables. Pero cuanto uno más se interioriza en su Palabra más encuentra promesas de bienestar para esta vida y para la venidera. Dios quiere que nosotros sintamos placer. Dios quiere que disfrutemos la vida. ¿Pero de qué modo? En Él. ¿Y qué significará deleitarse en Él? Para explicarlo debo volver al colectivo.
Esa mañana con mi cara larga y entrecejo fruncido, ahogado en un maremoto de problemas y ansiedades, era necesario que diera el paso atrás del pintor para analizar el cuadro desde la otra perspectiva. Y si podía dar más de uno, dos quizás, tres mejor; veía un rectangulito pequeño en la autopista. Ese era el colectivo. Ahí iba yo. Si daba cuatro pasos, cinco tal vez; veía un vasto amanecer con un sol enorme que se fraguaba en el Río de la Plata y pintaba las piedras de anaranjado. Podía escuchar el viento y el ruidito de choque de las ramas entre sí. Podía respirar el rocío que se levantaba del pasto mojado algo escarchado durante la noche y sentir la inmensidad que me abarcaba y absorbía al mismo tiempo. Un puntito insignificante en el mundo. Una marquita en el universo. Y sin embargo esto tan vasto y plural que me rodeaba había sido creado por Él. Sí, Él, que mide las aguas con el hueco de su mano y los cielos con su palma. Él, que con tres dedos juntó el polvo de la tierra y pesó los montes con balanza. Él, que llama a todas las estrellas por su nombre y puede sacar a tiempo las constelaciones del universo. Ese Dios omnipotente es el que sopló aliento de vida en mí. El que me amó hasta la muerte y más. El que conoce mi nombre y me susurra cada mañana con su creación. Ese Dios me dice: Deléitate en mí. En mi providencia. En mi cuidado. En mi voluntad. En mi amor. Ese Dios es el que está conmigo y me pide que disfrute. Que para eso me ha creado. Que para eso me ha dado vida. El gozo en mí debe ser tu fuerza.
Por momentos nuestra vida se sube al tren de lo inmediato. Se llena de vértigo, de temor, de ansiedad. La preexistencia del Señor todopoderoso se vuelve una especie de concepto, y la paz que Jesús no deja se nos escapa de las manos porque somos incapaces de sostenerla. Pero Él nos la da y no como el mundo la da sino de un modo distinto: Jesús venció al mundo, y aquello que tenemos en Él trasciende cualquier otra cosa. Supera el más fatídico problema. Entonces sólo cuando somos capaces de ver la huella de nuestro Creador en las cosas que nos rodean, recién entendemos esa verdad que debiera gobernar cada acto de nuestra existencia: Él me ha dado una vida superior, una vida abundante, una vida plena; esa es la vida que debo vivir.
¿El cuadro se ve feo? Dé unos pasos atrás y contemple la imagen desde otra perspectiva. Escuche hablar a Dios a través de su creación. Son palabras elocuentísimas. El mismo Señor que hizo cosas tan maravillosas es el que está con usted, el que lo ama, el que lo escucha, el que anhela su dicha. ¿Lo puede ver? Perfecto. Ahora deléitese.
Lucas Insaurralde