Una sociedad que excluye

La gran sociedad postmodernista ha catapultado el gran disvalor del yo, el individualismo y egocentrismo a alturas siderales. La masificación que el capitalismo salvaje propone, sólo ha servido para separar al individuo del otro individuo, diferenciarlo, cosificarlo, excluirlo y desecharlo.

El gran problema es que dicho comportamiento se vuelve paradigma y tiende a ser asimilado (obedientemente) por todos.

Cuando alguien habla de violencia social, la mayoría lo asocia con la inseguridad, la delincuencia, tráfico de drogas, etc. Pocas veces se reflexiona sobre la violencia social como un feedback en el que el eslabón más débil de ese intercambio, es el que queda expuesto. Pero sin duda la violencia es ejercida por dos o varios agentes: la sociedad que excluye y el excluido. La brecha- cada vez más amplia- entre los que menos tienen y los que cada día tienen más, genera sin lugar a dudas más violencia. Es el principio fundamental de la sociedad capitalista: excluir a cada vez más individuos del círculo de poder y riqueza que ella sola alimenta. Es muy sencillo ese razonamiento: la culpa de la delincuencia la tienen los ladrones y sólo ellos, nadie más. La solución mágica es encerrarlos lejos de la vista de cualquier “hombre de bien”, tirar la basura debajo de la alfombra y continuar la vida tranquilamente: a fuerza de no verlos no tienen que pensarlos, a fuerza de no pensarlos dejan de existir. Listo el pollo.

Pero el “flagelo de la delincuencia” sigue azotando a los civilizados. ¿Qué otra cosa puede esperarse de alguien que fue excluido socialmente desde que nació? ¿qué interés puede tener un ser humano por una sociedad que lo ha ignorado concientemente? ¿qué valor puede darle a la vida alguien que no fue valorado por la sociedad? El mayor problema que se puede tener hoy es la falta de autocrítica sobre el comportamiento que se tiene como sociedad sobre el excluido. Un mea culpa no vendría nada mal.

Pero eso requiere de observación permanente y de mucha atención. Porque ahí están los excluidos, a la vuelta de la esquina. Están en los semáforos al costado de la ventanilla del auto. Están en la villa fumando paco. En las aulas gritando y tirando tizas. Pero no solo ahí. A veces están en nuestra familia, entre nuestros amigos, entre nuestros hermanos. Es que la exclusión no solo es capitalista, ni social, ni clasista. A veces la exclusión es mucho más que eso.

La Biblia narra una historia extraordinaria en 2 Samuel 9:1-13. Es la de Mefiboset y David. En el fondo podemos entender este suceso y sentirnos parte de él. Mefiboset es el excluido, el olvidado, el desterrado social. ¿Por qué? Hagamos un poco de historia.

Mefiboset era descendiente del rey Saúl que acababa de matarse en batalla. Costumbre muy usada en las monarquías a lo largo de la historia, era la de eliminar a todos los parientes del rey saliente que tuvieran posibilidades de reclamar el trono. La nodriza de Mefiboset piensa que el nuevo rey David hará uso de este método para sacarse de encima posibles rebeliones, y decide huir con el niño en brazos. La desesperación y la prisa juegan malas pasadas y en la escapada acelerada se le cae el niño. Mefiboset queda paralítico ya que se lesiona de forma permanente ambas piernas. No es el fin de la historia. Por el temor de ser asesinado, y dada su condición de heredero al trono, vive escondido en un lejano lugar llamado Lo Debar.

Lo Debar tiene toda una semántica: significa sin pastos, sin frutos, tierra árida y desértica. En ese lugar vive escondido una gran parte de su vida Mefiboset. La lejanía de una guarida de temor y angustia, un territorio de dolor y soledad, lejos de lo que alguna vez pudo haber sido su propia casa: el palacio del rey. Tullido, golpeado, maltrecho por las circunstancias de la vida, por el maltrato de los otros, o por lo fortuito de una caída inesperada, Mefiboset solo vive porque respira y come, pero nada más. Ya nadie o casi nadie se acuerda de él, y hasta es casi mejor que no lo hagan. Quizás el simple recuerdo pudiera hacer que lo buscaran otra vez para condenarlo. El olvido voluntario y condenatorio, el desprecio por la fatalidad del otro la vuelve más fatal, incrementa la angustia y produce más cicatrices en el lastimado que la caída misma.

Pero la actitud de David es paradigmática, educativa, ejemplificadora. Pregunta si queda alguien de la casa de Saúl para ayudar. Y entonces uno se acuerda. “Hay un lisiadito escondido por ahí, en un lugar lejano, reseco y frío”. Todos conocemos el resto de la historia: David manda a buscar a Mefiboset a ese lugar de olvido y angustia, y lo trae a su propia casa. No solo lo restaura, sino que lo deja vivir con él y comer de su mesa todos los días de su vida.

Y no deja de ser llamativo lo que dice Mefiboset cuando el rey David le anuncia que será restaurado: “¿Quién soy yo para que el rey se fije en mí, si no valgo más que un perro muerto?” Ésa es la evaluación que Mefiboset tiene de él mismo. ¿Cómo pudo llegar a esa conclusión sino a partir de lo que los demás le hicieron pensar de sí mismo? Vaya papel fundamental que tenemos nosotros para urdir en lo profundo de los corazones las autoestimas de los golpeados, los lastimados, los excluidos. Mea culpa. Mea culpa.

Mefiboset vuelve a la mesa del rey porque alguien se acuerda de él, porque alguien lo manda a buscar y actúa con amor, con gracia, con misericordia. Quizás él no esperaba eso. Esperaba otra cosa. La condenación. La mirada despectiva. El rechazo. La exclusión. Pero ¿cómo no actuar de ese modo con el otro cuando un Dios misericordioso hizo lo mismo por mí? ¿qué ejemplo estamos perpetuando como sociedad, como iglesia, como cristianos?

La misión más grande y más trascendental de la historia fue Cristo bajando a la tierra para rescatarnos. Quizás la misión más importante como iglesia en estos días sea bajar a Lo Debar para abrazar y ayudar al caído.

 

Lucas Insaurralde